Bajo su superficie dorada o ámbar, este vino guarda secretos que solo se revelan cuando lo miras con lupa —o mejor aún— con microscopio.
Hoy nos metemos en su interior, a nivel celular y molecular, para entender por qué el vino de Jerez es tan especial.
El vino como ecosistema vivo
Podemos empezar por desmontar una idea: el vino no es un líquido muerto. Especialmente en Jerez, es un ecosistema en evolución. Dentro de cada bota (la barrica jerezana) conviven levaduras, oxígeno, compuestos químicos y madera en un equilibrio que cambia con el tiempo. Y ahí, en la frontera entre el vino y el aire, aparece la flor.
¿Qué es la “flor”? Y no, no es decoración
La flor es una capa de levaduras que flota sobre el vino. Parece algo frágil y pasajero, pero es todo lo contrario: una estructura viva que transforma completamente el vino. Estas levaduras (del grupo Saccharomyces cerevisiae, pero adaptadas a lo bestia) no fermentan azúcares. En vez de eso, sobreviven en un ambiente salino, con poco oxígeno y bastante alcohol. Viven del glicerol del vino y producen, entre otras cosas, acetaldehído, el compuesto que da al vino ese toque punzante, seco y almendrado. Bajo el microscopio, se ven como pequeñas esferas agrupadas en colonias. Si las pudiéramos escuchar, sonarían como un enjambre trabajando.
Crianza biológica vs. crianza oxidativa
El vino de Jerez puede criarse bajo flor (biológica) o al aire (oxidativa), y cada camino lleva a estilos radicalmente distintos. En la crianza biológica, la flor consume el oxígeno y protege al vino del contacto directo con el aire. El vino se mantiene pálido, seco, afilado. Es lo que da origen a Finos y Manzanillas. En la crianza oxidativa, la flor no está. El vino queda expuesto al oxígeno, lo que da lugar a una paleta completamente diferente: tonos oscuros, aromas de nuez, cuero, café, caramelo. Aquí nacen los Olorosos, los Amontillados más envejecidos y los Palo Cortado. El oxígeno no oxida igual que en una manzana mordida. En Jerez, oxida con estilo. Y lo hace lentamente, dejando una huella química deliciosa.
Las reacciones invisibles que crean sabor
Durante años (y a veces décadas), el vino envejece mientras ocurren cientos de reacciones químicas. Algunas, como la oxidación de alcoholes, convierten etanol en acetaldehído. Otras, como la polimerización de taninos, suavizan la textura y oscurecen el color.
Incluso hay reacciones tipo Maillard, como las que ocurren al cocinar, aunque aquí no hay fuego. Se forman moléculas nuevas entre azúcares y aminoácidos, que traen aromas tostados, dulces, complejos.
Es como si el vino cocinara a fuego lento durante años, sin necesidad de calor.
El sistema de criaderas y solera
Pocas cosas en el mundo del vino son tan ingeniosas como el sistema de criaderas y solera. Aquí, los vinos se mezclan en diferentes escalas de edad, de jóvenes a viejos. Cada vez que se saca vino de la solera (la escala más baja), se repone desde una criadera más joven.
Esto consigue varias cosas a la vez:
Mantiene la flor viva.
Da continuidad al estilo de la bodega.
Propaga microorganismos y compuestos como si fueran genes.
Sí, este sistema actúa como una red genética líquida, donde cada trasiego redistribuye historia y biología. Ningún vino es de una añada pura, sino una mezcla de tiempos.
Terroir microscópico
En Jerez, el terroir no solo está en la tierra. También está en el aire. En Sanlúcar, junto al mar, la flor crece más densa gracias a la humedad. Esto hace que la Manzanilla tenga un perfil más delicado, salino, con flor viva durante más tiempo. En Jerez de la Frontera, la flor puede desaparecer antes, lo que permite una evolución hacia el Amontillado más rápida. Cada zona tiene su propia población microbiana, su propio "acento" aromático.
¿Qué dice la ciencia moderna?
La ciencia ha entrado con fuerza en las bodegas. Hoy se analizan los vinos con metagenómica, proteómica y cromatografía de gases. Los resultados confirman lo que muchos enólogos intuían:
En una bota puede haber decenas de especies de levaduras.
Algunas ni fermentan: solo aportan enzimas o aromas.
La diversidad cambia con el tiempo, el vino y el tipo de crianza.
Es más: se han identificado marcadores químicos para notas clásicas como la avellana, la almendra salada o la manzana oxidada. El romanticismo tiene fórmula química.
Levaduras vistas al detalle: biofilms inteligentes
Con microscopía electrónica se ha podido observar cómo las levaduras de flor no flotan al azar. Forman biofilms: estructuras organizadas, como un tejido vivo que respira, se alimenta y se adapta. En lugar de una simple capa de espuma, estamos ante una comunidad estructurada, casi como un órgano efímero que protege al vino y lo transforma. Cada célula tiene su función, su lugar. Y todo eso está sucediendo en silencio, mientras el vino descansa.
Una copa con ciencia (y memoria)
Cuando sabes todo esto, beber Jerez cambia. Ya no es solo un trago seco o un aroma de frutos secos. Es una historia contada por microorganismos. Es un archivo líquido de procesos naturales. Es una obra viva, en constante cambio, que no necesita decoración ni pretensión. Cada copa es ciencia embotellada. Y cada estilo de Jerez, una manifestación sensorial distinta de lo que ocurre a nivel microscópico.
El verdadero ADN del vino de Jerez no está en una sola molécula. Está en las interacciones. Entre levaduras y oxígeno. Entre madera y tiempo. Entre técnica y naturaleza. El vino de Jerez no se repite, pero siempre se reconoce. Tiene identidad, historia y complejidad. Y todo empieza ahí, bajo el microscopio.
